Leyenda del lapacho rosado
Alkenarya, la perla del Norte santafesino
Cuando por las tierras del norte santafesino los Jaaukanigás (gente del
agua) recorría las anchas costas del Río Paraná, valiéndose de las riquezas
naturales que les obsequio el Dios Tupá, una pequeña parte de la tribu se
quedaba en tierra para cuidar de las mujeres y resguardarlas de la nueva y desconocida
amenaza que se acercaba cada vez más por el sur: hombres blancos, colonos
con un propósito, dominar las tierras y traer consigo la
"civilización". No obstante, desentendiéndose de lo que sucedía a su alrededor,
la pequeña Alkenarya, tan inocente como cualquier infante, se dejaba llevar por
sus pies y su curiosidad, visitaba todos los días a los nuevos visitantes y aprendía
increíbles cosas sobre ellos.
Pero un día, su padre se entero de sus visitas secretas y le prohibió
acercarse, esos hombres eran invasores, alababan a otro Dios y profesaban
motivos oscuros, por miedo ellos había dejado de bajar por el río hacia el sur,
y según sabían por parte de sus hermanos los Nakaigetergehé (gente del monte)
quienes transitaban los limites de Santa Fe y Córdoba, esos extraños ya habían
convencido a sus parientes, los Mocovíes, uniendo fuerzas con ellos para tratar
de convencer a los demás originarios, llamándolos salvajes. Ella, aun sin
comprender el peligro, quiso explicarle que no eran diferentes más allá de su
color de piel, pero al no ser escuchada decidió ir con sus nuevos conocidos a
contarles lo que sucedía, pensando que ellos podrían convencer a su padre de que
todos podían estar juntos y vivir en armonía, y por ello los guió hacia su
tribu.
Sin embargo todo fue en el sentido contrario a lo que planeo, ya que al
llegar con los morenos, los colonos comenzaron a dispararles tiñendo las aguas
del Arroyo del Rey y las llanuras aledañas de carmesí. Todo frente a los incrédulos
y entristecidos ojos de la pequeña. Aterrada, comenzó a correr por los montes,
por cada zancada echa daba un ruego de suplica a Tupá. Estaba sola, todos a
quienes conocía habían muerto y comenzó a culparse a sí misma de la tragedia.
El Dios, compadeciéndose de su infantil forma de pensar y su inocente alma,
tomo un trozo de madera y la envolvió con el convirtiéndola e un alto y esbelto
árbol, donde estaría segura hasta que el peligro de los hombres blancos
desapareciera de sus tierras.
Prueba de que su espera perdura son sus flores rosadas que nacen cada
invierno reflejando sus hermosas y tiernas mejillas sonrosadas por el frío.
Así fue como nació el primer lapacho rosado en Reconquista y Avellaneda,
adornando el gris del invierno con sus preciosas y únicas flores como perlas.
Lucia Leonor Peñaloza.
Código: 1408101732360
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